miércoles, 26 de abril de 2017

EN PAZ



Ochenta años después aún conserva fresca en la retina la aterradora refulgencia de las explosiones. Se ve aferrada a la mano de su padre, corriendo hacia el túnel del tren, dejando atrás su habitación, su casa, su Ablaña. Y recuerda, en medio de la oscuridad, los vagones cargados de heridos, los ojos de miedo, las respiraciones agitadas, las carreras nerviosas. Y su cerebro proyecta la película del siniestro vuelo de los aviones, pájaros de mal agüero aproximándose casi al ras del prado del Conde en dirección a Fábrica de Mieres. Y, nuevamente, la mano de su padre, mi abuelo, llevándola en volandas al refugio. Y su memoria olfativa aún guarda aquel olor de humedad, de ansiedad, en el hueco seguro bajo la carretera de El Padrún. Ochenta años después sigue soñando con aquellas chispas, con el resplandor del fuego, con las sacudidas producidas por las ondas expansivas. Y recuerda cuando vinieron unos hombres armados para llevarse a su padre. Le obligaron a subir a un destartalado camión con destino tan incierto como amenazador. “A fortificar” dijeron. Y ve como si fuera hoy los ojos de pánico de su madre, mi abuela, a la que se le iba media vida en el interior de aquel camión. Ochenta años después, las huellas de una guerra que pasó fugazmente por su vida, quedaron impresas en tinta indeleble en la mente de una pequeña niña y hoy se mantienen perfectamente nítidas. Y pienso en los cientos de miles de criaturas atrapadas en el infierno de Siria e Irak, que no han conocido más que disparos, bombas, dolor, hambre y sangre. Y la terrible carga interior que transportan los niños que han podido huir del horror con las cabezas repletas de recuerdos de espanto y muerte. Si el futuro de un ser humano queda definido en sus primeros años de existencia, qué les espera, cómo harán para poder seguir adelante, qué difícil se lo hemos puesto entre todos para recorrer con éxito el camino hacia la felicidad. Vidas inocentes marcadas desde el nacimiento, condicionadas definitivamente desde el primer minuto, crecidas en un mundo violento y peligroso, en el que uno vale lo que cuesta la bala que lo mata.
Qué afortunado soy. Aún no me ha tocado vivir una guerra. Y así espero continuar. Nací y crecí en paz. Si cierro los ojos no veo explosiones, no escucho disparos a mi alrededor ni me sobrevuela el inquietante sonido de los aviones, no tengo el recuerdo de unos padres aterrorizados poniéndome a cubierto, no percibo el extraño olor de la muerte, no he pasado noches en vela temiendo la llegada de los escuadrones, no he sido víctima de las cobardes delaciones, no he sido perseguido por mis creencias, por mis opiniones, por ser como soy. Porque hemos vivido en paz. Un privilegio, si echamos un vistazo al panorama internacional. Una aspiración legítima para los que tratan de escapar del infierno. Una meta a la que jamás deberíamos renunciar.
Y no pongamos en juego algo tan fundamental. Cada vez que oigo en mis país esas expresiones de odio hacia el que no es como tú, cada vez que veo esas imágenes de agresiones a los símbolos y credos ajenos, cada vez que percibo la burla y el desprecio de lo que para otros es sagrado, me vuelvo hacia ella y en sus ojos cansados sigue expuesta la fotografía de aquella niña asustada y desconcertada que no entendía lo que sucedía a su alrededor, pero que no le gustaba. Porque lo que más deseaba en la vida era vivir en paz.  

Publicado en la Revista de los Galardones Mierense del Año 2016.

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