jueves, 20 de noviembre de 2014

OLOR A CALAMARES



No suelo acordarme de lo que sueño mientras duermo, pero a tenor del estado de las sábanas al despertarme –estrujadas, retorcidas y liberadas del colchón-, sueño mucho y sobre temáticas bastante ajetreadas.
Ayer, antes de abrir los ojos percibí que el primer plano de mi memoria olfativa estaba ocupado por un bocata de calamares que me transportó a un impersonal bar en el barrio de Moncloa, en Madrid, allá a mediados de los años ochenta. La calle entera olía a fritanga de calamares y, a determinadas horas, decenas de clientes se agolpaban en el interior de aquel bareto atraídos por el poder magnético del bocata. Los había que aseguraban que el secreto de su delicioso sabor era que sólo se renovaba el aceite una vez al año. Y la mayonesa opcional, igualmente exquisita, tenía pinta de poder provocar las fiebres tifoideas. Sin embargo, durante los años en que frecuenté el local no se conocieron fallecimientos ni graves enfermedades como consecuencia de la ingesta del bocata de calamares con mayonesa. Es más, tenía una propiedad fabulosa, casi mágica: la protección de cuerpo y mente frente al exceso de gintónics. Aguantabas como un campeón. Las grasas del bocadillo formaban una resistente película en las paredes del estómago, lo que evitaba la absorción del alcoholazo, cosa que era de gran utilidad en aquellos despendolados fines de semana ochenteros.
¿Y por qué les estoy contando este rollo? Pues no lo sé. Porque se levanta uno de la cama oliendo a calamares y a alguien hay que decírselo. Y al psiquiatra, como que no me apetece. Y, de paso, reflexionamos sobre la importancia de los olores en la historia personal. La cocina de la abuela, la ropa de la madre, la tapicería del coche de papá… Por cierto que mi padre tuvo un Peugeot 504 con unos asientos de escay que desprendían un olor muy particular, sobre todo con el calor. Mi primo Edu era montarse en el coche, respirar un par de veces y marearse sin remedio incluso antes de arrancar. Según escribo me llega el recuerdo del olor de la loción de afeitado de mi abuelo. Ummmm, y el fragante tabaco de pipa. Vaya, los efectos secundarios de aquel bocata de calamares van a declararse treinta años después.

LNE de Las Cuencas 20/11/2014

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