Lo estoy viendo venir. Me va a pedir el divorcio. Y no puedo culparla por ello, la verdad. Desde que mis cuñados me regalaron el queso de Peñamellera que compraron en Bosque, nuestra relación se ha deteriorado. Sí, a causa del queso. Porque no es un queso normal. Es una delicia de sabor, pero huele…huele…por Dios, cómo huele. Es como si en la bolsa de los calcetines sucios de un corredor de maratones se ocultara el cadáver en descomposición de una mofeta con diarrea. Y me quedo corto. Entrar en una de esas cuevas en las que se curan estas pestilentes ambrosías debe de impactar como la coz de un burro que te lanza a cuatro valles de distancia. Y ella, que es de olores perfumados y armoniosos, lleva muy mal la relación con un queso de Peñamellera, por lo que no concluimos ninguna comida juntos. Es destapar ese prodigio atómico y salir huyendo, como quien huye de un enjambre de avispas cabreadas.
Pero, claro, un queso tan potente solo puede ser ingerido en pequeñas raciones, para que a los jugos gástricos les dé tiempo a gestionar el trance. Y lo que poco a poco se come, mucho dura. Demasiado, a tenor de su cara, sus ademanes, sus muecas. O me apresuro o me pone las maletas en la puerta. Porque tirarlo, ¡ni hablar! Antes muerto o divorciado que deshacerme de mi apestoso queso, del que ya queda menos de la mitad. Y cada vez que destapo el envase hermético en el que lo tengo confinado dentro de la nevera exclamo lo mismo: ¡Cómo es posible que algo que huele tan rematadamente mal sepa tan bien! Es un misterio maravilloso. Pero ella se niega a aceptar el milagro de las bacterias de la leche y ni hay manera de que dé el paso de probarlo. Ni hablar. Innegociable. Y que conste que lo he intentado. Pero no hay nada que hacer. Desistí antes de que me pidiera el divorcio por pelmazo. Y reconozco que como se presente en el juzgado con el queso es probable que le concedan una orden de alejamiento. Contra el queso de Peñamellera y contra mí. Pero qué rico está.
LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas 5/6/2016
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