Fue terminar de comer y quedarme traspuesto. Un cuarto de hora más tarde desperté alterado, desconcertado. Cuando conseguí centrarme, salté del sofá, me apliqué abundante agua fría en la cara y salí presuroso hacia el despacho. El penúltimo sol del veroño castigaba sin piedad. Tanto que abrasaba. Y, de repente, “¡A la mierda!”. Sí, fui yo. Sin ton ni son, sin mediar provocación, de modo espontáneo y compulsivo, en medio de la calle, grité un “¡a la mierda!” como si estuviera poseído por el espíritu de Fernando Fernán Gómez. Me asusté. Y una señora mayor que salía del supermercado, más que yo. Y una pareja sentada en una terraza pegó un brinco que no veas. Aterrorizado, huí de la escena rezando para no haber sido reconocido. Ya en mi puesto de trabajo quise descubrir el motivo que me llevó a cometer semejante estupidez. Pudo deberse al calor o a la siesta y el posterior sobresalto al abrir los ojos. Quizá es que estoy enloqueciendo. Y entonces lo vi claramente. Justo antes de quedarme dormido la televisión se ocupaba de la increíble secuencia de disparates acontecidos en el parlamento de Cataluña. Eso fue. Pero, ¿a la mierda qué?, ¿en qué sentido?, ¿a por ellos o que se piren de una vez y para siempre?, ¿cerrar el grifo o pasar de todo?, ¿la Legión o dar el portazo y que se cuezan en su propia salsa?. Por más que rebusqué en el desordenado almacén de mi cabeza no logré precisar el significado de mi “¡a la mierda!”. Entonces sufrí el ataque por segunda vez. “¡A la mierda todo!”. Fue tal el alarido que sentí el inmediato silencio general. ¿Todo? ¿Qué significa todo? ¿Todo incluido yo? Pero, ¿todo, todo, lo que se dice todo? Tengo que controlarme o, de no ser capaz, gritar algo con algún sentido. Abatido, me desplomé sobre el sillón. Un segundo más tarde se oyó en la lejanía “¡A ver si es verdad!”. Y me sentí comprendido y acompañado.
LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS 10/10/2018
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