El otro día me hablaba un conocido de la importancia que tiene la economía de lo superfluo, o sea, la increíble cantidad de dinero que mueve todo aquello que verdaderamente no necesitamos. Y es que, si lo miras bien, hay que ver lo que gastamos en tonterías, en lo prescindible, y que lleva a más de uno a privarse de lo necesario.
Poco después vino una mujer joven que ya tiene un par de hijos y con una situación económica de lo más achuchada: el padre de las criaturas se desentiende y ella, sin trabajo. Bueno, pues a pesar de todo, había conseguido que su familia le pagara un tatuaje y un piercing. Toma castaña. He ahí un ejemplo perfecto de economía de lo superfluo, que, curiosamente, acabamos poniendo por delante de lo básico. No hay para leche, ni para calentar la casa, ni para comer un poco bien, pero los vinitos del mediodía, un antebrazo entintado, el abono del fútbol y un móvil nuevecito que no falten.
Imaginen que de un día para otro entráramos en razón y la mayor parte del mundo desarrollado decidiera dejar de consumir aquello que, no es que le falte, sino que le sobra, que es puro capricho. El acabose. Ni tratamientos estéticos, ni ropa de lujo, ni cremitas, ni perfumes, ni coches caros, ni restaurantes puturrú, ni lo último en tecnología, ni viajes para hacer el chorra cuando puedes hacerlo en casa, ni ese mogollón de cosas que, lo sabemos, son innecesarias y en las que, a pesar de ello, nos gastamos la pasta.
Imaginen una sociedad parecida a la de nuestros abuelos, de trabajar y trabajar para sacar a la prole adelante, de pragmatismo y cero caprichos, de enseñar a los hijos a apreciar la vida exenta de tonterías, de disfrutar de lo que hay y compartirlo.
Hoy nos hemos convertido en esclavos de necesidades que no son tales. Una esclavitud que, paradójicamente, es uno de los motores principales de este mundo chiflado.
LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS 17/12/2019
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