De acuerdo: somos iguales. Es algo que entendí y asumí desde los tiempos del catecismo. No en vano, la igualdad de los seres humanos es un principio cristiano de primerísimo orden. Y no respetarlo -que resulta ser lo habitual- suponer caer en una incompatibilidad absoluta con el mandato de las Sagradas Escrituras. Por ello, alguien que se llame cristiano pero no crea ni practique esta igualdad global, en realidad no es tal cristiano. Bueno, pues esto, afortunadamente, también es un mensaje común de las ideologías denominadas progresistas, que en tantas ocasiones no hacen sino copiar la filosofía de instituciones a las que luego se oponen, si bien su incumplimiento también es generalizado. Porque, y a la historia me remito, el paso del dicho al hecho es más complicado que la colonización de Plutón. En consecuencia, nadie me tiene que convencer de que un negro, una asiática, un indio, un aborigen australiano, una esquimal y yo somos iguales. Ni de que seguimos siendo iguales aunque no compartamos sexo, creencia, color, idioma o pensamiento. Y llegados a este punto, tras mi rollífero preámbulo, pregunto entonces: ¿Por qué se impulsa que los catalanes no sean iguales a los extremeños? ¿Cómo es posible que, siendo igual a un bosquimano, se empeñen en decirme que un vasco y yo somos distintos? Qué contradicción. ¿En qué quedamos? Vivimos en un país que fomenta la diferenciación, como si los habitantes de unos territorios pertenecieran a una especie natural que nada tiene que ver con la que puebla otro lugar. Como si unos fueran gatos y otros cardos borriqueros. Es un mensaje que no casa: me estás diciendo que soy igual a una pobre mujer siria que huye de su casa para poner a salvo a sus hijos pero que nada tengo que ver con un fontanero de Castelldefels o un pelotari donostiarra. Y que, por ello, hemos de vivir por separado. No lo comprendo. Por ello, continuaré aferrado al principio cristiano, que parece bastante más sencillo y congruente.
LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS 6/1/2019
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