Entonces, Mara levantó la mano. Y unos segundos después el moderador le concedió la palabra. Y Mara, con la voz quebrada, habló. Habló de una infancia de miseria, de un padre ausente por la amenaza real de ser asesinado, de una madre consciente de que la muerte de su esposo supondría su adjudicación a otro hombre, de una vida sin más horizonte que la supervivencia diaria, de la explotación, la esclavitud, la persecución y el comercio de seres humanos privados de todo derecho por sus orígenes y por el color de sus pieles. Mientras yo jugaba en el patio del colegio, Mara veía a su madre suplicarle al cielo por la vida de aquel hombre amenazado de muerte. Cuando venían a buscarme a la parada del autobús con un maravilloso bocadillo de tortilla, Mara y su familia temblaban al presentir la visita en el campamento de chabolas de los esbirros del patrón. Al tiempo que el padre de mi amigo Jesusín nos llevaba en coche a jugar al fútbol, Mara y su familia rebuscaban entre la suciedad y el barro algo que comer, asfixiados de calor y calados hasta los huesos por las intensas lluvias. Mara y yo fuimos niños en el mismo tiempo; ella en la selva amazónica y yo en España. Ella fue privada de una niñez que a mí me fue concedida en plenitud. Hoy, afortunadamente entre nosotros, Mara recuerda aquel espanto y yo, el sabor del bocadillo de tortilla. No hay derecho. Nunca lo hubo. Edmund Burke dijo que “lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada”. Esta es la gran revolución pendiente, la de los hombres buenos, que se levanten para tomar el control de este planeta de injusticia y dolor. Mara lleva grabada en los ojos la terrible historia que ningún ser humano, y menos un niño, tendría que haber padecido. Y los causantes de tanto horror no cesarán mientras la buena gente no decida que hasta aquí hemos llegado.
LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS 15/11/2018
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