Alguien dijo que a Manuel Fraga le cabía el Estado en la cabeza. La mía, sin ser pequeña, no da para tanto, ni mucho menos. De ahí que no tenga la solución al problema catalán. Pero lo que parece evidente es que, por el actual camino, no mejoramos. Las posiciones están cada vez más enconadas, la tensión es insoportable y han desaparecido la hermandad, la cordialidad y el respeto. Por ambos lados. Vaya por delante que considero que el propósito independentista de una considerable parte del pueblo catalán es un monumental error. Existe una infinidad de motivos para la unidad, tanto históricos y culturales como meramente políticos y económicos. Y las supuestas señas identitarias palidecen ante el apabullante repertorio de lo que nos iguala. Creo que el futuro ha de escribirse a partir de la unión de las sociedades libres. Por ello, entiendo los nacionalismos europeos como miopes y trasnochadas respuestas al proyecto de un continente unido, abierto, libre y democrático. Pero, a pesar de mi postura contraria, me parece que no es menos razonable y, por supuesto, democrático, consultar a la sociedad o, en el caso de España, por su particular división, a las sociedades que lo integran. Porque un país debería ser lo que sus ciudadanos quieren que sea. Y si la mayoría de una o varias de nuestras autonomías es partidaria de la independencia, ¿por qué no habríamos de permitir el cumplimiento de sus deseos? Insisto en que me parecería un error, pero sería la decisión popular, que se supone adulta y responsable. Un referéndum a nivel nacional para expresar si queremos seguir siendo españoles o pasar a ser sólo asturianos, andaluces, vascos o canarios, además de un ejercicio democrático, aportaría una información valiosísima, una fotografía real de España sobre la base de la opinión de los que siempre deberían tener voz. Y si algunas partes del país se mostraran mayoritariamente favorables a la escisión, tampoco creo que hubiera que tomarlo como un drama. Si la voluntad del pueblo catalán, manifestada en una consulta legal, segura y pacífica, fuera la independencia, nadie debería interpretarla como una declaración de guerra o un acto de enemistad. Sería, sencillamente, la expresión de su aspiración como sociedad, acertada o errónea.
Está claro que así no vamos bien. La irracionalidad, el criterio que brota de las tripas y la bilis constituyen la sustancia sobre la que se está tratando el conflicto catalán. Y creo que en demérito del Estado español, la única argumentación para rebatir el independentismo es de un irritante signo negativo. No, mal, prohibido, ilegal, anticonstitucional, catástrofe económica, fuga empresarial, ruina, exclusión de la UE, denuncias, prisión, aislamiento, etcétera. Desde España no se lanza ningún mensaje positivo, conciliador, constructivo, afectuoso, dirigido a la muy relevante parte de la sociedad que asimila con naturalidad la dualidad catalana y española. Siendo ese el sector prioritario a fidelizar, mala estrategia es saturar el discurso a favor de la unidad de amenazas y terribles augurios. Y con más motivo siendo conscientes de que la versión sobre las bondades nacionalistas lleva decenios calando el terreno en exclusiva. Dense cuenta de que España únicamente advierte de las dramáticas consecuencias, principalmente económicas, de la hipotética separación como si nada más hubiera en común con Cataluña. Ni lazos afectivos, ni orígenes compartidos, ni idiomas con los mismos apellidos. Sólo habla la España enfadada, amenazadora y negativa. Qué estrategia tan pobre. Es un error considerar que un catalán sólo está unido a España por cuestiones dinerarias. Un gran error. Porque si el concepto de España ha quedado reducido a un simple conjunto de relaciones económicas, cambiar de país sería como cambiar de banco. Así se sencillo. Así de frío y aséptico. Pues me temo que nuestros representantes no están sabiendo dirigir el mensaje correcto, positivo y favorable al “cliente” que puede inclinar la balanza. Pretender que el independentismo convencido reconsidere su postura a base de severas amonestaciones y advertencias de todo tipo de males futuros es una pérdida de tiempo. Ese barco ya zarpó hace muchos años. La llave la tienen otros: los que ven y oyen, los que asisten en silencio al actual disparate, a este peligroso enconamiento, los que se sienten heridos cada vez que alguien incendia una bandera española o escucha groseras expresiones de desprecio hacia Cataluña. Hay que devolver la humanidad a las relaciones humanas. Y España es, o debería ser, una gran comunidad de relaciones humanas.
LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS 12 Y 16 de abril de 2018