Igual es el signo de los tiempos y el que no se radicaliza se queda fuera de juego. Hasta ahora yo sólo tenía dos principios radicales: la libertad y la tortilla de patata sin cebolla. Pero no parecen suficientes o no me los tomo a la tremenda, esto es, no me enfrento al que por decisión propia renuncia a su libertad ni persigo cimitarra en mano a quienes elaboran y consumen tortilla cebollera. Porque actualmente, además de ser pro, hay que ser anti. Incluso está bien visto ser anti sin ser pro. Anticatólico, antiespañol, antimadridista, antieuropeo, antisemita, anticapitalista, antisistema... A lo mejor ha llegado el momento de abandonar la moderación y el espíritu conciliador para convertirse en anti y abrazar el radicalismo. Quizá haya que comenzar a sacar a patadas en el culo a los que acceden a las iglesias con ánimo de ofender a los creyentes. Quizá convenga empezar a quemar las banderas y ultrajar los símbolos de quienes queman y ultrajan los nuestros. Quizá debamos defendernos con algo más de ímpetu de quienes atacan nuestros valores, credo, historia, cultura, libertades..., de los que no tienen reparo en mancillar un crucifijo pero evitan aproximarse a los templos desde los que se llama a la negación de la mujer como ser humano completo, a la destrucción de Occidente, de la democracia, de la libertad. Quizá se haya agotado la vía de la resignación y la solución de poner la otra mejilla no sea efectiva. Quizá degollar sacerdotes, apuñalar policías, asesinar a machetazos a los pasajeros de un tren merezcan reacciones sociales mucho más contundentes que lágrimas y flores. Quizá haya que radicalizarse también y actuar en consecuencia. Y poner las peras al cuarto a los ladrones que gritan que España les roba. Y hacer que no duerman tranquilos los que se ciscan en los símbolos que nos representan y las imágenes que consideramos sagradas. Y hacer infernal la existencia de los violadores, los que queman el monte, maltratan a humanos y animales, quiebran nuestro descanso, destrozan lo que es de todos... Quizá la contención sea inútil y resulte procedente, y hasta recomendable, experimentar el placer y el desahogo de descargar el odio y el rencor sobre nuestros agresores.
LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas 17/8/2016
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