En Villamoros –un nombre políticamente incorrectísimo en estos tiempos- la pista del Camino de Santiago discurre justo al lado de la carretera nacional. En ese punto en el que los coches reducen la velocidad para atravesar el pueblo, da tiempo a observar a los sufridos caminantes. El sol es inclemente con ellos, que buscan alivio en las sombras de las casas. Veo un grupo disperso, como desparramado, en el que cada uno camina a su ritmo. Por lo rubios y altos que son parecen nórdicos. Y tienen la piel de la cara al rojo vivo, del color de los cangrejos cocidos. Avanzan casi por inercia, por la urgente necesidad de llegar a León y meter los pies en agua fría. Me fijo en el último de la comitiva, delgado como un junco y doblado como un arco por el peso de la voluminosa mochila que carga a la espalda, en la que baila un par de recios zapatos colgados por los cordones. El caminante se apoya en un largo bastón de madera y con la mano libre mueve el sombrero tratando de defenderse mejor del sol. Paso lentamente a su lado y nuestras miradas se cruzan. Yo, cómodamente sentado y sintiendo el agradable frescor que sale de las toberas de ventilación. Él, sofocado, sudando la gota gorda, con los pies doloridos, arrastrando la fatiga acumulada de los kilómetros en las piernas, con los hombros castigados por el peso del equipaje. Sin embargo, a pesar del calor, de las heridas, de las incomodidades, del enorme esfuerzo y de lo que aún le queda por delante hasta alcanzar la meta, estoy seguro de que no se cambiaría por mí. Y, curiosamente, yo sí que me cambiaría por él en ese mismo instante. Toma el coche y dame la mochila, que ya continúo yo. Le voy perdiendo de vista y me sorprendo de las rarezas que tiene la vida; suspiramos por todo tipo de comodidades, huimos de los esfuerzos, nos aterran el dolor y el sufrimiento, soñamos con el confort absoluto pero, al mismo tiempo, surge el deseo de caminar 800 kilómetros a la intemperie. Continúo mi ruta cómodo y fresco. Dejo atrás al caminante de paso cansado, castigado por el calor, con los pies hirviendo, feliz.
Publicado en LA NUEVA ESPAÑA DE LAS CUENCAS el 1/8/2015
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