miércoles, 3 de septiembre de 2014

NUESTROS SABORES



Que no, que no viene uno de pasar hambre ni calamidades, que allá donde fueres haz, y procura comer, lo que vieres, que en otros lares no son tontos, ni se alimentan a base de mierda. Sí, vale, todo eso lo sabemos y cuando andamos lejos de casa lo ponemos en práctica en la medida de lo posible, pero nuestros sabores tienen algo especial, ese no sé qué adictivo que te vuelve a enganchar nada más desembarcar. Cuesta entenderlo, pero es de suponer que los norteamericanos lejos de su patria echen de menos las hamburguesonas y la mantequilla de cacahuete; y los alemanes que se tuestan al sol mediterráneo añorarán la asombrosa variedad de salchichas; y los franceses suspirarán por la infinidad de salsas con las que encubren el vacío de sus platos; y los rusos mantendrán fresco en la mente el asqueroso regusto de la sopa de cebolla; y los chinos, la misteriosa e insípida soltura de sus arroces. El caso es que una hora después de volver a poner el pie en territorio español nos relamíamos con el sabor de unas rabas fritas en aceite como Dios manda, el aceite de oliva. Ni la playa de Suances, ni la concurrencia, ni nada: todos nuestros sentidos se concentraron en el disfrute de los sabores propios e identitarios de los que, por unos pocos días, nos alejamos. Como las fabulosas albóndigas de mi madre; o les fabes que prepara mi suegra; o el insuperable risotto que mi primo Rafa sirve en el Palio gijonés; o las suculentas cocochas que Ana cocina en el Azul; o la suprema tortilla de patata del Yaracuy. 

Un par de semanas fuera, llenando el disco duro con nuevas imágenes, otros sonidos, distintas sensaciones y, conforme el avión se va aproximando a casa, una compuerta del cerebro se abre, liberando bruscamente el recuerdo de tus olores y sabores de toda la vida, lo que hace que reces para que el trámite aeroportuario sea lo más breve posible y poder aliviar cuanto antes esa urgencia mental que se manifiesta aparatosamente en el estómago. 
Y es que ya lo dijo el gran George Bernard Shaw: No hay amor más sincero que el amor a la comida. Y como la nuestra, pocas, por no decir que ninguna.

LNE de Las Cuencas 2/9/2014

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