lunes, 21 de noviembre de 2011

CADENA DE CULPABLES

Reflexionando me hallaba. Lo impone la normativa electoral y, aunque me parezca una solemne tontería que a uno le digan qué día tiene que reflexionar, como soy de natural respetuoso con la legalidad vigente, reflexionando estaba cuando accedí al edificio. Tal era mi ensimismamiento que no sabría decir si hacía bueno, fresco o lluvioso. Ni si era pronto o tarde. Ni si en el portal me crucé con gente. Hasta que unos ojos desorbitados me causaron alarma y preocupación. Y es que, aguardando la llegada del ascensor, con los pensamientos rebotando contra una blanca pared, al abrirse la puerta, mis ojos chocaron con los de una señorita de facciones agraciadas, que parecía apurada por abandonar el cubículo elevador. Su belleza se mostraba alterada por un rictus congestionado y una tonalidad de tez tirando a frambuesa. Y qué mirada. Sus imponentes ojos verdes lucían de un modo extraño, redondos hasta lo imposible, como dos pelotas de ping-pong torpemente instaladas a los lados de la nariz.
Ella clavó su mirada en la mía, exhaló un breve y agudo gritito, que me causó un súbito escalofrío, y abandonó el portal a una velocidad pasmosa.
Intentando comprender lo que acababa de presenciar, abordé el ascensor, pulsé el botón y tomé aire. ¡Qué momento! Mi sistema respiratorio se inundó de un olor nauseabundo, una pestilencia indescriptible, insoportable, irrespirable. Y yo, volaba hacia el piso más alto del edificio.
Era evidente que alguien con un grave trastorno gastrointestinal había liberado gases por su tubo de escape. ¿Sería la bella señorita? ¿Reflejaría su rostro la horripilante fetidez concentrada en el ascensor o su extrema vergüenza al toparse con inocentes testigos-víctimas de su acción terrorista?
Y a mí aún me quedaba por delante casi un minuto de viaje, aplastado por aquella nube tóxica, huérfana flatulencia, apestoso excremento en estado gaseoso, del que no podía huir. Hasta que, por fin, el ascensor se detuvo. Al abrir la puerta me hallé cara a cara con una venerable anciana, que reaccionó con cierto espanto ante mi rostro abotargado, los incontrolados estertores y los ojos desorbitados. A ver quién le explicaba que el horror que aguardaba en el interior no era cosa mía. Y quedé unido a la cadena de culpables. 


Publicado LNE 20/11/2011

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