miércoles, 2 de marzo de 2016

UN PARPADEO



Un abrir y cerrar de ojos y se esfumó febrero, que ni siendo bisiesto fue capaz de serenar la velocidad a la que transcurre la vida. Hace nada nos sentábamos a la mesa de Nochebuena con la terrible presencia de una silla vacía. Y brindaba por el nuevo año con el nudo en el estómago que me producía no poder chocar mi copa contra la suya. Un parpadeo y voló el mes de enero más cálido que se recuerda. Otro parpadeo y adiós a febrero. Otro y nos plantaremos en Semana Santa. Y de ahí al verano, como cuesta abajo y sin frenos. Tengo que sentarme a hacer memoria de lo acontecido en este par de meses. Porque cosas pasaron, buenas y malas. Y rutinarias la gran mayoría. Ya me anunciaron mis mayores que la velocidad de la vida se va incrementando con el paso de los años. En la infancia, los días parecían inmensos, las vacaciones, inacabables, el curso escolar, eterno. En la juventud comenzó a producirse un fenómeno fastidioso: lo bueno transcurría en un santiamén; lo malo, al paso de la burra. Hoy va todo rápido. Hasta lo lento es rápido. Es como si las hojas del calendario fueran azotadas por los vendavales. Buf, mañana lunes. Qué bien, mañana viernes. Otro invierno; otro verano. Todo en un parpadeo, casi sin sentir, sin llegar a saborear esos días que vuelan para no volver jamás.
Y es que uno ya va siendo mayor como sus mayores y, tal como me advirtieron, mis 24 horas diarias son ahora bastante más breves. Y terminarán siendo como estrellas fugaces. Llego a esta edad con la sensación de que mi tiempo se escapa como el agua entre las manos, que soy incapaz de gestionarlo, aprovecharlo, de exprimir cada día, de otorgar a cada nuevo amanecer su auténtico valor, el de un acontecimiento extraordinario y cada vez más escaso. Y, aunque me cuesta salir de ahí, me voy dando cuenta de que la mayor parte del tiempo se me evapora en intrascendencias y banalidades, en acciones tan improductivas como prescindibles, en pensamientos elementales e infecundos. Quizá la vida sea así, pero ahora asoman unas urgencias que antes no se manifestaban de modo tan perceptible. Porque, a estas alturas, un parpadeo vale cada día más.

Publicado en LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas el 2/3/2016

PREMIAR




Matemático: la proclamación de los premiados con el Mierense del Año de cada edición va siempre acompañada por las mismas, minoritarias, impertinentes y cansinas voces críticas. Y es que hay gente para la que no existe candidato que reúna los méritos adecuados. Salvo uno mismo, claro. O los que uno proponga y elija, por supuesto.
Premiar con un mínimo de rigor no tiene nada de sencillo. Porque hay que seleccionar, cribar, presentar y elegir con la mayor objetividad posible. Porque suele haber múltiples y acreditados aspirantes. Porque la decisión a favor de uno es la decisión en contra de otro. Bueno, no es sencillo siempre y cuando se tomen las cosas en serio. Si se hace en plan compadreo, como es lo habitual, yo a ti y tú a mí, coto privado de amiguetes y afectos incondicionales, está chupado. De ahí el gran acierto de los Mierense del Año. 
Pero qué cargantes pueden llegar a resultar estos tipos que se consideran depositarios exclusivos de la razón, la equidad y la justicia. Unos tipos que poco o nada de valor han hecho en la vida pero que se permiten la licencia de cuestionar todo en lo que no pueden o no se les consiente meter baza.
Y es que por momentos le sublevan a uno los metomentodo que gustan de echar basura sobre los que de buena voluntad pretenden hacer algo de provecho en esta tierra. Que se podrán equivocar, por supuesto, como nos equivocamos todos –en mi caso personal, cada día unas cuantas veces-, pero que al menos lo intentan de corazón, sin sectarismos, evitando caer en la injusticia y, en el caso de los organizadores de los Mierense del Año, sin el menor interés económico. 
Es triste comprobar que en este pequeño rincón del mundo cada vez más deshabitado haya tanto ciudadano dedicado a remar a la contra, deseoso de que nada salga adelante, que ni come ni deja comer, ni hace ni le parece bien que se haga nada sin su aquiescencia, incapaz de alegrarse del bien ajeno, del éxito de lo que aquí se promueve. 
Es de justicia felicitar a los premiados, como también lo es hacerlo a los premiadores. Son ellos los que, a pesar de todo, continúan remando en la dirección correcta. 

Publicado en LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas el 28/2/2016

PREGUNTAS



Los abogados tenemos una norma no escrita que dice que jamás se ha de hacer una pregunta si se desconoce la respuesta. Porque ahí es donde se producen no pocos estropicios en los juzgados. Uno pregunta al tuntún, a ver si suena la flauta y el interrogado canta, y lo que suele suceder es que éste sale por peteneras o empieza a largar por esa boquita haciendo que toda la estrategia se venga abajo. ¿Por qué pasan esas cosas? Por preguntar.
En la calle viene a ocurrir algo parecido. Si ya la gente es dada a entrometerse y opinar sobre lo ajeno sin ser preguntada, no les digo nada si uno comete la torpeza de dar pie a ello. Recuerdo que hace años era costumbre enseñar la casa a las visitas. Aquí el lavabo, aquí el balcón, aquí el jarrón que nos trajimos de Talavera. Pues el caso es que una señora giró la correspondiente visita a la casa de mi madre, escaleras arriba, escaleras abajo y al final, torpe de mi que acababa de llegar, no se me vino a la cabeza peor idea que preguntar qué le parecía la vivienda. En buena hora. La señora en cuestión entró en una especie de trance decorativo y ocupó la siguiente e interminable hora al detalle de todo lo que haría en aquel lugar, qué cambiaría, qué podría aquí, que quitaría allá. Una hora de reloj. Cuando por fin se fue, corrimos todos a administrarnos aspirinas mientras mi madre no hacía más que repetirme: “pero tú, ¿para qué preguntas?” Y aprendí la lección. Nunca más. Bien es cierto que son multitud los que le cuentan a uno su vida sin necesidad de preguntar. El otro día, un individuo al que sólo conozco de vista se me vino encima para poner a parir a la nuera y a sus consuegros. Eso sin preguntar, como consecuencia de un leve gesto de saludo al cruzarnos en la calle. Te preguntarás qué estoy haciendo aquí. En absoluto; es más, ni me había fijado (voz interior). Pues te lo voy a contar. Uy, qué prisa tengo. Te acompaño y te cuento. Hombre, no me jorobes. A quién maté yo para merecer semejante condena  (la voz interior nuevamente). ¿Tú sabes quién es mi consuegro? Verás…

Publicado en LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas el 24/2/2016