Un abrir y cerrar de ojos y se esfumó febrero, que ni siendo bisiesto fue capaz de serenar la velocidad a la que transcurre la vida. Hace nada nos sentábamos a la mesa de Nochebuena con la terrible presencia de una silla vacía. Y brindaba por el nuevo año con el nudo en el estómago que me producía no poder chocar mi copa contra la suya. Un parpadeo y voló el mes de enero más cálido que se recuerda. Otro parpadeo y adiós a febrero. Otro y nos plantaremos en Semana Santa. Y de ahí al verano, como cuesta abajo y sin frenos. Tengo que sentarme a hacer memoria de lo acontecido en este par de meses. Porque cosas pasaron, buenas y malas. Y rutinarias la gran mayoría. Ya me anunciaron mis mayores que la velocidad de la vida se va incrementando con el paso de los años. En la infancia, los días parecían inmensos, las vacaciones, inacabables, el curso escolar, eterno. En la juventud comenzó a producirse un fenómeno fastidioso: lo bueno transcurría en un santiamén; lo malo, al paso de la burra. Hoy va todo rápido. Hasta lo lento es rápido. Es como si las hojas del calendario fueran azotadas por los vendavales. Buf, mañana lunes. Qué bien, mañana viernes. Otro invierno; otro verano. Todo en un parpadeo, casi sin sentir, sin llegar a saborear esos días que vuelan para no volver jamás.
Y es que uno ya va siendo mayor como sus mayores y, tal como me advirtieron, mis 24 horas diarias son ahora bastante más breves. Y terminarán siendo como estrellas fugaces. Llego a esta edad con la sensación de que mi tiempo se escapa como el agua entre las manos, que soy incapaz de gestionarlo, aprovecharlo, de exprimir cada día, de otorgar a cada nuevo amanecer su auténtico valor, el de un acontecimiento extraordinario y cada vez más escaso. Y, aunque me cuesta salir de ahí, me voy dando cuenta de que la mayor parte del tiempo se me evapora en intrascendencias y banalidades, en acciones tan improductivas como prescindibles, en pensamientos elementales e infecundos. Quizá la vida sea así, pero ahora asoman unas urgencias que antes no se manifestaban de modo tan perceptible. Porque, a estas alturas, un parpadeo vale cada día más.
Publicado en LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas el 2/3/2016